tintamundi

Literatura infantil y juvenil. Educación en Valores Humanos

Historia de Simbad el Marino septiembre 17, 2010

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Continuación…

En medio del silencio de los invitados, Simbad habló en estos términos:

SEGUNDO VIAJE DE SIMBAD EL MARINO

Como les he contado ayer, después de mi primer viaje resolví pasar el resto de mis días, en tranquilidad, disfrutando de la vida en Bagdad. Pero muy pronto me aburrí del ocio y sentí nuevamente deseos de viajar y reanudar mis negocios. Compré entonces algunas mercancías propias del tráfico que había proyectado y me junté con mercaderes y marineros, de los cuales algunos ya conocía del viaje anterior, que estaban a punto de partir en un navío hermoso, que me inspiró confianza. Una vez embarcados, nos encomendamos a Dios y comenzamos la navegación.

Viajamos de isla en isla y de mar en mar, haciendo cambios ventajosos con los mercaderes de las localidades hasta que cierto día desembarcamos en una isla absolutamente virgen, poblada de frondosos árboles frutales, flores, pájaros y aguas puras. Mientras los demás se entretenían cortando unas flores y recolectando frutas en la pradera, yo tomé las provisiones que me había llevado, y me senté en el césped, junto a un arroyo, entre dos árboles de ramajes grandes que daban estupenda sombra. Luego de co­mer y beber el agua deliciosa que corría por allí, el sueño se apoderó de mí y me quedé dormido.

Al despertarme los marineros ya no estaban y el buque había desaparecido. Me levanté y miré en vano hacia todas partes, pues nadie más que yo, quedaba en la isla. Enseguida distinguí una vela que se alejaba por el mar, hasta desaparecer de mi vista.

Entre el asombro y la tristeza que sentía al darme cuenta en la situación que me encontraba, reflexioné con rapidez cómo había podido embarcarme en un segundo viaje, luego de haber pasado por los peligros del primero, y llevando una vida magnífica, de delicias y lujos en Bagdad. Entonces pensé que moriría; lloré y grité con fuerza, y me golpeé la cabeza con las manos. Me arrojé al suelo, en donde permanecí largo rato sumido en una confusión abrumadora y acosado por las ideas más desesperanzadas. Por fin comprendí que todas mis lamentaciones eran inútiles y tardío mi arrepentimiento.

Resignado a la voluntad de Dios, sin saber cuál sería mi suerte, trepé a un árbol muy alto para ver si descubría algo que me diera consuelo. Miré a hacia todas partes y sólo vi agua, cielo, arena, rocas y árboles. De pronto, distinguí en el horizonte una cúpula blanca. Bajé del árbol y con las provisiones que me quedaban me dirigí hacia aquella blancura. Esta se hallaba tan lejos, que aún no podía saber qué era.

Cuando estuve a corta distancia, vi que se trataba de una bola blanca de unas dimensiones prodigiosas. Al llegar, la toqué y la encontré muy suave y regular. Di la vuelta a aquella esfera, que tendría unos cincuenta pasos de ruedo, para ver si encontraba alguna puerta; pero nada hallé. Intenté ascender a lo alto, pero fue imposible, pues su superficie lisa me lo impidió.

Aún era de día, cuando de repente sobrevino una gran oscuridad, como si una nube espesa y negra se hubiese interpuesto entre el sol y la tierra. Me sorprendió que oscureciese tan rápidamente, pero más me sorprendió ver que la causa de eso era un ave de tamaño descomunal que avanzaba hacia mí volando. Me acordé de que había escuchado a hablar a menudo, a marineros y viajeros sobre un ave enorme llamada Roc, que se encontraba en una isla remota y que podía levantar un elefante; y entonces comprendí que la inmensa bola blanca que yo tanto había admirado era un huevo de aquel animal. En efecto, el Roc se posó, apoyo sus alas extraordinarias a los costados y se puso a empollarlo. Al ver venir al ave, me había echado al suelo muy cerca del huevo y me encontraba entonces precisamente delante de una de las patas del animal, que me pareció más gruesa que el tronco de un árbol añoso. Con viveza, tomé la tela de mi turbante, la retorcí a modo de soga y me até fuertemente a la pata, creyendo que al día siguiente el Roc, al emprender su vuelo me sacaría de aquella isla desierta. Así fue todo. No pude dormir en toda la noche temiendo que el pájaro remontara y me llevara a volar durante mi sueño. Pero el ave emprendió vuelo al amanecer, después de lanzar un grito ensordecedor. Me remontó tan alto que creí perder de vista la tierra, descendiendo luego con tanta rapidez que llegué a sentir vértigo. El Roc se detuvo en tierra firme y yo, de prisa desaté el nudo que me tenía sujeto a su pata, con temor a ser izado de nuevo. En cuanto me hube desatado, me alejé apresuradamente del pájaro; y vi que había remontado por el aire otra vez, con una serpiente de una longitud increíble clavada en su pico.

El ave me dejó en un valle muy profundo rodeado por todas partes de montañas altísimas que se perdían en las nubes y tan escarpadas que era casi imposible escalarlas. Estaba ante una nueva dificultad. Comparaba el sitio en que me hallaba con la isla desierta que acababa de abandonar y me daba cuenta de que nada había ganado con el cambió; pues antes tenía frutas y agua deliciosas y allí sólo rocas.

Mientras recorría aquel valle, observé que estaba creado con rocas de diamante, algunos de ellos de tamaño sorprendente. Contemplaba con placer ese suelo sembrado de piedras preciosas, cuando no tardé en ver a lo lejos algo que me produjo gran espanto: era un número extraordinario de serpientes negras, tan gruesas y largas como palmeras y tan voraces que la más pequeña de ellas hubiera podido tragarse un elefante. Los reptiles comenzaban a meterse en sus antros, pues durante el día se escondían del Roc y únicamente salían de noche.

Paseé por el valle durante todo el día y, de a ratos, descansé en los lugares que me parecían más cómodos, y al llegar la noche me refugié en una gruta en la que creí estar a salvo, pues con una piedra bastante grande cerré la entrada, que era baja y estrecha, para impedir el paso de las serpientes. Cené con una parte de mis provisiones y entre el ruido de las serpientes que comenzaban a salir de sus guaridas; y ya iba a acostarme cuando advertí que lo que había tomado por roca no era otra cosa que una serpiente enroscada sobre sus huevos. Pálido de espanto, caí al suelo sin conocimiento. Desperté al amanecer; la serpiente se había retirado y entonces salí temblando de la gruta, sin poder creer que aún estaba vivo. Anduve largo rato sobre diamantes hasta que de pronto cayó a mi lado una cosa con gran estrépito. Me di cuenta de que lo que había caído era un gran trozo de carne fresca. Inmediatamente cayeron desde lo alto de las rocas varios pedazos más.

Siempre había considerado una fábula lo que varias veces había escuchado de marineros y a otras personas, acerca del valle de los diamantes y la trampa que usaban ciertos mercaderes para recoger esas piedras preciosas. Pero comprendí en ese momento que la historia era cierta. Los mercaderes acuden a las inmediaciones del valle en la época en que el Roc y unas águilas gigantescas tienen sus crías y arrojan pedazos de carne a los que se adhieren los diamantes sobre los cuales caen. Las extraordinarias aves se lanzan sobre aquellos pedazos y se los llevan a sus nidos, ubicados en los peñascos altos, para alimentar a sus pichones. Luego los mercaderes corren hacia los nidos, alejan con sus gritos a las aves y toman los diamantes que encuentran adheridos en los trozos de carne. Ese es el único modo de sacar los diamantes porque aquel valle es un precipicio al cual no se puede descender.

Hasta entonces, creía que me sería imposible salir de aquel abismo, que ya consideraba como mi tumba; pero tuve una idea que me hizo cambiar de parecer. Comencé por recoger los diamantes más grandes que vi y llené con ellos la bolsa de cuero que me había servido para llevar las provisiones. Después tomé el pedazo de carne que me pareció más grande y con la tela de mi turbante me até fuertemente a él.

Poco después aparecieron las águilas, cada una tomó un trozo de carne y luego emprendieron el vuelo. Una clavó las garras en el trozo al que yo estaba atado, se remontó por el aire y me llevó a la cima de la montaña donde tenía su nido. Enseguida llegaron los mercaderes, que con en sus gritos pusieron en fuga a aquellas aves.

Uno de ellos aún asombrado por verme, en vez de preguntarme qué hacía yo ahí, se acercó a mí y muy nervioso me increpó echándome en cara que le había robado lo que le pertenecía.

‑Te mostrarás más humano conmigo cuando te refiera mi historia y me conozcas mejor ‑le dije. Con respecto a tus diamantes -añadí-, no te preocupes, pues tengo para ti y para mí más de lo que juntaron todos esos mercaderes. Yo mismo he escogido los mejores y más bellos del fondo del valle. Y aquí los traigo, en esta bolsa que ves.

Apenas le hube mostrado la bolsa de cuero cuando los demás mercaderes me rodea­ron asombrados de verme; y mucho más se asombraron cuando les conté mi historia, toda la estratagema que imaginé para salvarme y la valentía al intentarla.

Me llevaron hasta la tienda en donde moraban todos juntos, y cuando saqué los diamantes de la bolsa quedaron maravillados por el tamaño; me confesaron que en ninguna corte de todas las que habían visitado vieron otros semejantes. Entonces supliqué al mercader dueño del nido adonde yo había sido transportado, pues cada cual tenía el suyo, que eligiese cuantos diamantes quisiera; pero él se limitó a tomar uno de los más pequeños. Y ante mi insistencia para que tomase otros, me contestó sin ningún reparo:

‑No, estoy muy satisfecho con éste, que es bastante precioso para crearme una modesta fortuna y aho­rrarme en lo sucesivo el trabajo de realizar otros viajes.

Durante largo rato de la noche conversé con aquellos mercaderes, a quienes conté por segunda vez mi aventura para satisfacer la curiosidad de los que antes no la habían oído. Estaba loco de alegría al pensar que me veía libre de los peligros del valle. Creía estar soñando y no podía convencerme de que ya nada tenía que temer.

Al día siguiente, como todos estaban contentos por los diamantes recogidos y ya hacía muchos días que arrojaban pedazos de carne, partimos juntos a pie por altas montañas donde había serpien­tes de un tamaño impresionante, que tuvimos la suerte de evitar. Finalmente llega­mos al primer puerto y después de un viaje bastante corto pasamos a la isla de Roha, en donde crecen unos árboles de copa de ramaje inmenso, que con facilidad podrían dar sombra a cien hombres y del que se extrae esa sustancia blanca, de grato aroma llamada alcanfor. Para conseguirla es necesario hacer una incisión en lo alto del tronco y poner una cubeta al pie para que recoja el jugo que destila. Al principio parecen gotas gomosas, pero luego, en el recipiente adquiere otra consistencia, como si se tratase de la miel del árbol.

También en la aquella isla conocí al karkadann[1], un animal espantoso, más pequeño que el elefante y más grande que el camello, que pace en la llanura como lo hacen las vacas. Tienen sobre la nariz un cuerno de alrededor de un codo de largo, encima del cual se ven unos trazos blancos que labran la cara de un hombre. El cuerno del karkadann es tan sólido que le permite batirse con el elefante y vencerlo, pues le clava el cuerno por debajo del vientre, lo levanta en alto y se lo lleva sobre la cabeza. Pero la grasa y la sangre del elefante caen sobre sus ojos, cegándolo y haciéndolo caer. Al desplomarse en la tierra acude el terrible Roc, que agarra a ambos y se los lleva a su nido para alimentar a sus crías.

Además vi en esa estupenda isla diversas clases de búfalos; mas omitiré muchas otras particularidades del lugar para no aburrirlos, y sólo les diré que cambié algunos de mis diamantes por mer­cancías, oro y plata. De allí fuimos a otras islas, y al fin, después de haber visitado varias ciudades, llegamos a Basora, desde donde ascendí a Bagdad. Aquí repartí obsequios entre parientes y amigos y me dediqué a disfrutar honradamente de las inmensas riquezas que había traído y conquistado a costa de tan terribles peligros.

Después de haber relatado su segundo viaje, Simbad hizo entregar otros cien cequíes al cargador y le invitó a volver al día siguiente para oír el relato del tercero. Los invitados regresaron a sus casas, y al otro día volvieron a la misma hora, al igual que el faquín, que casi había olvido su miseria pasada. Se sentaron a la mesa, y después de la cena Simbad dio comienzo a la narración de la siguiente manera:


[1] N. de la E: el término proviene del griego karas, que significa cuerno. Se trata del rinoceronte (rihnós, nariz + karas) de la isla de Java, de un único cuerno y al igual que las otras especies, de visión deficiente y gran olfato y oído.

Versión de Margarita Rodríguez Acero

El tercer viaje de Simbad el marino, ¡en la próxima Tintamundi!

 

julio 18, 2010

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Literatura para niños mayores

Los siete viajes de Simbad el Marino

En este número, la historia inicial del legendario personaje de las Mil y una noches y su primer viaje.

Historia de Simbad el Marino

En los tiempos del reinado del poderoso califa Harún Al‑Raschid, vivía en la ciudad de Bagdad un humilde cargador llamado Simbad. Cierto día en que hacía un calor excesivo, el joven llevaba una carga muy pesada sobre su cabeza, desde un extremo de la ciudad al otro. Cansado por el camino que había recorrido y abrumado por la temperatura insoportable y el peso de la carga que llevaba encima, llegó a una calle en donde soplaba una brisa muy agradable y cuyo suelo se encontraba bien barrido y regado con agua de rosas. El cargador pensó que ese sitió era ideal para descansar, apoyó el bulto en el suelo, junto a la puerta de una estupenda casa, y se sentó encima.

Enseguida se alegró por haberse detenido justo en ese lugar, pues de la casa salía un aroma delicioso de áloe y de pastilla que, al mezclarse con el perfume del agua de rosas, endulzaba gratamente el ambiente. Además oyó un concierto de aludes y otros instrumentos, acompañados por hermosas voces y por el gorjeo de gran número de ruiseñores, mirlos, tórtolas y otras aves de Bagdad, que salía de la mansión. Aquella armoniosa melodía y el aroma de diferentes manjares, que llegaba hasta él, le hicieron suponer que en ese palacio había una fiesta. Maravillado y asombrado por completo se acercó a uno de los criados, que vestidos con elegantes trajes custodiaban la puerta, y preguntó quién vivía allí.

‑¡Qué! ‑le respondió el criado‑. ¿Cómo puede ser que vivas en Bagdad y no sepas que ésta es la residencia del señor Simbad el Marino, el famoso viajero que ha recorrido todos los mares del mundo?

El cargador, que ya había escuchado acerca de las riquezas del marino, sintió una envidia profunda, pues la condición de Simbad parecía estupenda mientras que la de él era desdichada. Con el alma envenenada por aquel sentimiento, elevó los ojos y las manos al cielo y en voz alta suplicó:

-¡Oh, mi señor, creador de todas las cosas, mira la diferencia que hay entre Simbad y yo. Mientras yo padezco todos los días miles de humillaciones y males para apenas mantener a mi familia, el afortunado Simbad desborda en riquezas y lleva una vida dichosa. ¿Por qué eres tan injusto? ¿Qué he hecho yo para merecer un destino de miseria y fatiga?

Abrumado por la desesperación y el dolor iba a colocarse la carga sobre la cabeza para continuar su camino, cuando vio salir del palacio a uno de los elegantes criados. Este se acercó al cargador, lo tomó gentilmente del brazo y le dijo:

‑Entra y sígueme. El señor Simbad, mi amo, quiere hablar contigo.

Simbad el Cargador, se sorprendió de la invitación; y temiendo que se tratara de alguna mala pasada, a causa de su plegaria, inventó un pretexto para eludir la invitación. Le dijo al criado que no podría abandonar la carga en la calle; pero el gentil hombre le aseguró que los otros guardias la vigilarían. Ante tal contestación, Simbad no tuvo más remedio que aceptar la invitación.

El criado guió al cargador hasta una sala enorme en donde había muchas personas alrededor de una mesa repleta de comidas exóticas y en la que ocupaba la cabecera un personaje de rostro serio, esbelta figura y aspecto respetuoso con su barba cana. Detrás de él, varios criados y servidores, de pie, lo asistían con gran dedicación. Ese personaje era Simbad. El cargador, con temor por encontrarse en dicha situación, y ante tanta gente, saludó tímidamente a todos los que estaban en la sala. Simbad le pidió que se acercase y se sentara a su derecha; luego le sirvió un vino excelente del que había varias botellas en la mesa.

Cuando el banquete hubo terminado, Simbad tomó la palabra, y dirigiéndose a Simbad, a quien trató de hermano tal como manda la costumbre de los árabes cuando conversan familiarmente, le preguntó su nombre y profesión.

‑Señor, me llamo Simbad el Cargador y mi profesión consiste en transportar bultos sobre mi cabeza de un lado a otro de la ciudad por un salario -respondió.

‑Oh, debo decirte que tu nombre es igual que mi nombre pues yo soy Simbad el Marino. Y debo decirte también que te he llamado porque deseo oír lo que hace rato decías en la calle.

Simbad, antes de sentarse a la mesa, había oído desde una ventana todo lo que el cargador había dicho.

Al oír aquel pedido, Simbad, se sonrojó y contestó turbado, meneado la cabeza:

‑Señor, debo confesarle que la fatiga me había puesto de mal humor, y a causa de eso se me han escapado algunas palabras descorteses e insolentes, soy un necio y le suplico me perdone.

‑¡Oh, no creas que te guardo rencor por las frases. Comprendo perfectamente tu situación y te compadezco, desde ahora eres mi hermano. No obstante, es preciso que te saque de un error en que creo que estás respecto a mí. Tú imaginas sin duda que las comodidades y el reposo que me ves disfrutar los he conseguido sin pena y sin trabajo; mas te equivocas. Si he llegado a ocupar esta posición que consideras dichosa ha sido después de sufrir durante muchos años con el cuerpo y el alma padecimientos inimaginables. Así es, señores ‑agregó dirigiéndose a la concurrencia‑, les aseguro que los padecimientos son tan ex­traordinarios que nadie en este mundo, ni los hombres con más necesidad de riquezas, quedarían con ganas de cruzar los mares para adquirirlas.

Con seguridad todos los aquí presentes han oído hablar confusamente de mis aventuras extrañas y de las pruebas que he superado en los siete viajes que he realizado, pero sin duda tú, Simbad, las ignoras. Y dado que ahora se me presenta una buena oportunidad, les contaré con total fidelidad, los peligros, las miserias y los trabajos por los que he pasado.

Como Simbad el Marino quería contar su historia especialmente para que la oyera Simbad el Cargador, antes de comenzar el relato ordenó a un criado que llevase la carga que había dejado en la calle, al lugar que Simbad indicó. Después de eso, dijo lo siguiente:

Primer viaje de Simbad el Marino

Cuando aún era muy pequeño, mi padre murió y me dejó cuantiosos bienes, tierras y poblados. Durante mis años de juventud, tomé poder de esa riqueza y la malgasté en caprichos de la edad. Al cabo de unos años comprendí que las riquezas muy pronto se agotarían si continuaba administrándola de esa forma. Sumido en la reflexión, pensé que la mayor de todas las desdichas humanas es la pobreza en la vejez; recordé además las palabras del gran Salomón, que había oído decir a mi padre, en otro tiempo: vale más estar en la tumba que vivir en la pobreza.

Sobresaltado por los pensamientos, reuní rápidamente lo que me quedaba de muebles, ropas y tierras y lo vendí en subasta pública. En el mercado, entablé relación con algunos mercaderes que efectuaban negocios por mar. Escuché algunos consejos que me dieron para sacar provecho del poco dinero que me quedaba y finalmente resolví marcharme a Basora. Allí me embarqué, con algunas mercancías, en un buque que junto con otros mercaderes habíamos fletado. El navío dirigió la vela por el golfo Pérsico rumbo a las Indias orientales. Ya fuera de aquel golfo, anduvimos durante días y noches de tierra en tierra y de un mar a otro. Al principio me sentí mareado; pero pronto se me pasó y desde entonces nunca más ha vuelto a molestarme. Anclábamos en las islas, vendíamos o cambiábamos nuestras mercancías y retomábamos nuestro curso.

Un día, mientras navegábamos sin ver tierra durante varios días, vimos surgir del agua una pequeña isla que nos sorprendió por la vegetación, pues por su verdor parecía una pradera. El capitán ordenó recoger las velas y una vez que anclamos permitió a quienes quisieran, bajar a tierra. Algunos comerciantes y yo preferimos desembarcar, y mientras nos distraíamos encendiendo fuego, comiendo, bebiendo y descansando de la vida marítima. En eso estábamos cuando, de pronto, la isla tembló con tal rudeza que nos sacudió a todos fuertemente.

El capitán, que aún se encontraba a bordo, nos gritó que dejáramos todo enseguida y que subiéramos al barco inmediatamente, pues nuestra vida corría peligro. Lo que habíamos tomado por una isla era el lomo de una ballena, que desde hacía tiempo permanecía allí mientras la arena marina formaba sobre su piel la extraordinaria vegetación; y se había despertado molesta por el calor del fuego.

Los más rápidos huyeron en el bote; otros corrieron hasta el agua y luego nadaron; yo todavía permanecía en la isla, o, mejor dicho, en la ballena. De repente ésta se hundió en el mar sin darme tiempo a nada, sólo atiné a agarrarme a una cubeta grande de madera, que habíamos llevado del buque para lavar la ropa. Mientras tanto, el capitán, ayudó de prisa a subir al barco a los que llegaban en el bote y a algunos de los que nadaban, y a toda vela comenzó a alejarse. Yo intentaba sobrenadar con esperanza de alcanzar el navío, pero veía que era inútil, puesto que ya casi había desaparecido.

Quedé solo, abandonado en medio del mar, luchando con las olas, durante el resto del día y la noche. A la mañana siguiente, cuando ya no tenía fuerzas, la corriente me arrastró hasta una isla. La costa era alta y escarpada, cubierta de plantas trepadoras que colgaban de los acantilados. Me sujeté a una de estas plantas y trepé por el acantilado hasta llegar a la cima. Extenuado y sin poder creer que aún me hallaba con vida me tiré de boca sobre el suelo de la isla, y permanecí allí, como un cadáver al sol. Después de descansar un tiempo, aunque todavía me sentía muy débil, pues además de mis esfuerzos por no ahogarme, no había comido desde el día anterior, me arrastré en busca de frutas para alimentarme. Llegué, por fin, a una especie de llanura con árboles frutales y un manantial de agua excelente que contribuyó no poco a revivir mis fuerzas y mi alma. Paseaba admirado por encontrarme en un lugar tan hermoso, cuando vi a lo lejos un caballo pastando cerca de un árbol. Caminé hacia allí y cuando ya estaba cerca me di cuenta de que era una yegua bellísima amarrada a un palo. Mientras contemplada el animal, contento y con cierto temor, dado que no sabía con qué más me encontraría, oí la voz de un hombre que hablaba debajo de la tierra. De a poco fue apareciendo y me preguntó quién era. Le conté mi aventura y cuando terminé me tomó de la mano y me hizo entrar en una caverna, en la que había otras personas que se sorprendieron muy poco al verme.

Comí algunos manjares que me prepararon, y les pregunté qué hacían en un lugar al parecer tan desierto. Me contaron que eran los cuidadores de los caballos del rey Mihraján, soberano de aquella isla, y que éste ordenaba a ellos llevar ahí todos los meses, al salir la luna nueva, una yegua pura raza, aún virgen, la sujetaran, como yo había visto, y luego se escondiesen para que fuera preñada por un caballo marino. Añadieron que, atraído por el olor de las hembras, el caballo salía del agua, miraba que no hubiera nadie y realizaba la operación. Después pretendía llevársela, pero como no podía porque estaba atada, se enfurecía y relinchaba y daba fuertes coces contra el suelo. Cuando ellos escuchaban los golpes y relinchos, comprendían que el caballo ya había cubierto a la yegua, entonces salían de la gruta y con gritos lo obligaban a volver al mar. Entonces se llevaban las yeguas preñadas, cuyas crías estaban destinadas al rey, quien las llamaba caballos marinos. También me dijeron que partirían al día siguiente y que si yo hubiese llegado un día después, habría perecido sin duda alguna, porque las viviendas de aquella isla estaban muy lejos y me habría sido imposible encontrarlas sin guía.

En ese momento, mientras escuchaba el relato de aquellos hombres, salió el caballo del mar tal como me habían contado, cubrió a la yegua y luego intentó llevársela; pero el estré­pito que los cuidadores aunaron le hizo soltar su presa y meterse nuevamente al agua.

Al día siguiente, todos emprendimos el camino hacia la capital. Cuando llegamos a la ciudad, el rey Mihraján, a quien fui presentado, me preguntó quién era y por qué aventura me encontraba en sus Estados. Expliqué con detalles todo cuanto me había sucedido desde que partí de Bagdad y el soberano demostró interesarse mucho por mi desgracia. De inmediato ordenó que me atendieran y me facilitaran todo lo que necesitase. Así se hizo, y yo me encontraba sumamente agradecido por ello.

Me relacioné con los hombres de mi profesión, especialmente con los mercaderes extranjeros, para conseguir por ellos noticias de Bagdad y para ver si encontraba a alguien con quien pudiera regresar a mi patria. Afortunadamente, la capital del rey Mihraján, está situada a orillas del mar y tiene un puerto estupendo al que arriban, a diario, navíos de todas partes del mundo. También me acerqué a los sabios de las Indias, a quienes me agradaba oír hablar; y con frecuencia visitaba al rey y a los de su corte, quienes me hacían mil preguntas sobre mi país y yo a mi vez, queriendo instruirme, los interrogaba sobre sus costumbres, leyes de Estado y todo lo que consideraba digno de mi curiosidad. En esas conversaciones supe que entre los dominios del rey Mihraján hay una isla llamada Cabil, donde según los marineros se oía todas las noches un fuerte sonido de tambores y timbales, y aseguraban que allí habitaban razas exóticas. Tuve deseos de conocer aquel lugar, y me embarqué enseguida rumbo a la isla. En mi viaje vi peces de hasta doscientos codos de largo que inspiraban temor, pero que eran inofensivos, y se marchaban con sólo golpear unas tablas. Y vi otros, muy pequeños, que tenían la cabeza de búho.

Al regreso de Cabil, cuando aún no habíamos anclado, llegó un barco al puerto y comenzó a descargar mercancías. Noté que habían bajado unos fardos y en el rótulo dónde indicaba a su dueño, estaba escrito mi nombre. Después de examinarlos atentamente, me convencí de que eran los que había hecho cargar en el buque cuando partí hacia Basora. Entonces reconocí al capitán, pero como estaba seguro de que me creía muerto, me acerqué y sólo le pregunté de quién eran esos fardos.

‑Son de un mercader de Bagdad, llamado Simbad, quien un día en que estábamos cerca de una isla, eso al menos creíamos, desembarcó con otros en la supuesta tierra, que en verdad era una ballena de tamaño enorme que se había dormido a flor de agua. Mis pasajeros habían encendido unos leños para preparar la comida, cuando el animal sintió sobre su lomo el calor del fuego, comenzó a moverse y terminó por sumer­girse en el mar. Casi todos los que estaban sobre la ballena se ahogaron, y el pobre Simbad fue uno de ellos. Esos bultos le pertene­cían y he decidido venderlos y guardar las ganancias hasta que encuentre a algún individuo de su familia a quien pueda entregárselas –me respondió.

‑Capitán, yo soy ese Simbad el Marino a quien crees muerto -le dije-, estoy vivo y esos fardos me pertenecen.

Al oír eso, aquel hombre exclamó:

‑¡Oh, Dios, tú aparentas ser un hombre de bien, cómo te atreves a decir tal cosa. A lo que has llegado para quedarte con unas mercancías! ¿Es que hoy en día ya no se puede confiar en nadie? ¡Qué audacia! Yo mismo vi morir a Simbad, eres un mentiroso y estos bienes no te pertenecen.

‑Escucha atentamente lo que te contaré –le dije, y luego le referí cómo me había salvado y por qué casualidad había encontrado a los cuidadores de caballos del rey Mihraján, quienes me habían llevado a la corte.

Mi discurso lo hizo entrar en dudas; pero éstas se disiparon cuando le conté peripecias del viaje en barco, que solamente nosotros dos conocíamos. En ese momento aparecieron marineros suyos que me reconocieron y se alegraron de volver a verme.

Entonces exclamó admirado:

‑¡Loado sea Alá por haberte salvado de semejante peligro! No sé como expresarte la alegría que me da esto. Toma tus bienes.

Le agradecí su honradez y en prueba de mi agradecimiento le rogué que tomara algunas mercancías que le ofrecí, pero se negó a aceptarlas.

Elegí los objetos más preciosos de mis fardos y los obsequié al rey Mihraján, quien, conocedor de la desgracia que me había sucedido, quiso saber de dónde había sacado aquellas hermosuras. Le expliqué que por casualidad acababa de recuperarlas y él tuvo la bondad de manifestarme la alegría que ello le producía y de aceptar mis regalos, correspondiendo a mi gesto con otros presentes mucho más valiosos. Me despedí de él y me embarqué en el mismo navío. Pero antes cambié las mercan­cías que aún me quedaban por otras típicas de aquel país. Traje de allí los exquisitos perfumes que ahora disfrutan y las especias que han saboreado: madera de áloe, sándalo, alcanfor, pimienta, nuez moscada, clavo de olor y jengibre.

Después de pasar por varias islas finalmente llegamos a Basora, desde allí vine a Bagdad y traje conmigo unos cien mil cequíes. Llegué a mi calle, a mi casa, y mi familia me recibió con un cariño pro­fundo y sincero. Adquirí esclavos de ambos sexos, compré hermosas tierras e hice construir una casa magnífica, en donde me establecí, dispuesto a gozar de todos los placeres y a olvidar las penas que había sufrido.

Al llegar a esta parte de la historia, Simbad ordenó a los músicos que reanudasen el concierto. Los invitados continuaron bebiendo y comiendo hasta la noche. Cuando fuera la hora de retirarse, Simbad mandó traer una bolsa con cien cequíes y se la entregó al cargador:

‑Toma Simbad. Vuelve a tu casa y regresa mañana para oír la continuación de mis aventuras.

El cargador se retiró muy turbado por dicha gentileza. Al llegar a su casa explicó lo que le había ocurrido a su esposa y a sus hijos, quienes agradecieron a Alá por lo que les había dispensado mediante Simbad el Marino.

Al día siguiente, Simbad se arregló y volvió a casa del viajero, quien lo recibió sonriente y lo colmó de atenciones.

Una vez que hubieron llegado todos los invitados, se sentaron a la mesa y, después de la comida, que duró bastante, Simbad tomó la palabra y dijo a sus comensales:

‑Señores, les pido que me presten su atención para escuchar las aventuras de mi segundo viaje, que es mucho más asombroso que el primero.

¡El segundo viaje de Simbad el Marino en la próxima Tintamundi!

Versión de Margarita Rodríguez Acero.